La furgoneta me indica con las luces altas que ya debo cruzar la carretera de tierra para abordarla. Cruzo con dificultad por el peso de una maleta, un enorme paquete con muestras de hormigón y mi inseparable mochila roja llena de juguetes electrónicos, unos calcetines sucios y una autobiografía de Bryce pasada de peso. Subo. Conozco este lugar, no soy un extraño, pero los otros pasajeros no lo saben. Decido no ponerme los audífonos y postergar la audición de Tool que me había prometido. Tampoco contesto el teléfono, no hay señal en gran parte del camino y yo me he puesto en modo ocupado para el mundo exterior a la Hyundai. Tengo suerte, el chofer ha puesto baja la radio que trae a Joe Arroyo y aquello de en lo años 1600...no le pegue a la negra...de esclavitud perpeeeetua. Me pierdo los cuatro minutos y medio que dura la canción en el escenario de los años mil seiscientos. Hay una sombra mundial de gripe en los ánimos de los otros cinco pasajeros, una brisa a tensión con la que no coopero por un rato, porque el descenso de la carretera me copa los sentidos. Los meandros de asfalto hacen de diapasón a los meandros del rio que galopa a mi derecha y tan solo por una hora y media son más importantes que las elecciones seccionales. 80, 90, 100 kilómetros por hora, hacemos canotaje cortando las curvas de alquitrán y la Hyundai navega apacible buscando las tierras de El Dorado. Tenso los músculos veinte segundos, luego los relajo por treinta y cinco y mi cuerpo es un arco que se crispa para lanzar rayos de esperanza hacia el éter, hacia el arcoiris que se encuentra funcionando al cien por cien. Imagino que su trueno hace temblar el planeta. No veo su azote pero estoy seguro que caerén en tierras tan lejanas que nunca jamás conoceré, rehuirán a los espantos y curarán a los niños. La tierra empieza a aplanarse, una hora y diez, ciento quince kilómetros por hora, la Hyundai es un arca y todos quienes habitamos en mi cuerpo vamos de a dos: fantasmas, miedos, niños, amores, mascotas, amigos, padres, enemigos y jirafas. La mochila roja se ha convertido en una niña dulce que me mira embelesada, atado al mástil, recibiendo el reventar de las olas saladas en mi cara con lentes, goteando mi barba, los brazos y los hombros como cables, los hombres gritando mientras se lanzan al mar y mis brazos amarrados hacia atrás han dejado de doler, y me rio, me rio a carcajadas porque mis oídos han partido a tiempo y ya no escucho el canto de las sirenas, he sorteado la locura, yo Ulises, sereno en mi retorno a Ithaca.
Un mayordomo discreto
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Hace tiempo que el mayordomo conoce que la relación matrimonial de los
dueños de la casa se encuentra en crisis. Cada noche, los escucha discutir
con elev...
Hace 11 años
1 comentario:
Es hermoso, arcoiris al cien por cien.
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