sábado, 30 de mayo de 2009

RESET

Estacionó el automovil unos pasos más allá del puente. Se paró en el borde del barandal y calculó: viento desde el nornordeste a 14 nudos. Distancia al lecho rocoso: 47.23 m. hasta la roca de referencia. Se lanzó y lo único que sintió es que los archivos de su vida iban pasando aceleradamente, como si se transfirieran a un respaldo mayor. El impacto salpicó de sangre, huesos y cabellos algunas piedras del lecho. Lo último que observó antes de cerrar el único ojo que conservaba su cráneo fue un patrón de color, estática y un mensaje en fondo azul que decía

-windows ha incurrido en un error grave y se cerrará en este momento.

jueves, 28 de mayo de 2009

TERAPIA DE SHOCK

Miró las estrellas recién anochecidas con la certeza de que por última vez, su ansiedad crónica convertiría ese cielo en una cárcel. Cinco veces su sueldo de gerente por el programa premium de reimplantación de personalidad, debería significar que una nueva y estupenda vida estaba a escasas horas de comenzar. Esa misma noche se soñó hundido hasta la cintura en un rio tibio que le empapaba el casimir gris del traje, sus mocasines de cuero hundiéndose sin remedio en el cieno del fondo. El ataque del caimán flotando a pocos metros, con los ojos fijos sobre su cuerpo convulso por la desesperación le hizo sacudir el pie derecho con violencia. Despertó sobresaltado y ansioso justo antes de recibir la mordida.

Entró a la oficina de Mindscape Inc., fresco aún el cuerpo recién bañado, afeitado a ras el rostro. Una tensión sorda, casi familiar eclipsò el incipiente optimismo. Lo último que pudo recordar fue a los dos hombres fornidos vestidos de aséptico blanco inmovilizándolo sobre una camilla. Cuando despertó, - talvez han pasado tres o cuatro días pensó -, sus recuerdos eran cortos e inciertos: destellos sobreexpuestos de correas alrededor de su cuerpo, imágenes con flash de conos de cartón forrando sus dedos, una luz permanente e insoportable interrumpiendo su sueño con espasmos blancos, las picanas eléctricas sobre el cuerpo y la cabeza. Nunca supo si lo soñó o lo imaginó, pero el alivio de no ser capaz ahora de sentir la mínima ansiedad se convirtió en la única sensación posible.

Durmió como no lo hacía desde sus tiempos de universidad. Soñó nítidamente con una serpiente de rombos rojizos sobre el lomo, sibilante entre la arena de un desierto casi en llamas. La vigilia no alcanzó a salvarlo esta vez y el doble aguijonazo en la pantorrilla lo despertó a mitad del espanto de la huída y lo arrojó con delicadeza a una vigilia mansa, algodonosa y feliz, que no menguó en toda la mañana a pesar de los informes contables, la reunión de directorio, los cerros de documentos, y un cheque sin fondos.


Salió de la oficina más temprano que lo habitual. Cuando Raquel subió al automóvil, seis minutos después, el olor a perfume convirtió en espléndida aquella primera tarde del verano. El cuerpo de mujer que iba liberando la escasa ropa al caer al piso le llevó desde la calma hacia una especie de dicha que nunca hasta entonces recordaba haber sentido. Dejó caer el pantalón sobre el sillón de microfibra roja, se sentó en el borde de la cama para sacarse los calcetines y en el preciso instante en que una ráfaga de pánico subió por su espalda, alcanzó a ver la piel tirante y amoratada, con dos rubíes de sangre espesa y seca ën mitad de la pantorrilla, mientras Raquel, le decía con voz dulce

-Mi vida, llenaste de lodo tus zapatos favoritos-.


viernes, 8 de mayo de 2009

EL FIN DEL MEDIODÍA

El viejo aceleró la moto y el bramido despertó las flores de tilo que dormían en la en la acera. Una vibración parecida al placer le recorrió desde la entrepierna hasta el ombligo tatuado con un mandala. Llegó a la esquina de su casa, de la que hasta ahora fuera su casa, sabiendo que sería la última vez que cruzaría la avenida. Sin remordimiento giró el manillar a la izquierda y enfiló entre los autos casi quietos por la congestión de la hora pico. El sol de la una y media le abrasó los pómulos, manchados por los años y el sol de la carretera. Nadie dijo adiós, en casa no había nadie más que él desde hacía meses. El último contacto con los otros, había sido un mensaje del operador celular informando de una promoción de cerveza -la segunda es gratis- en un bar temático de deportes, pero de eso hacían ya veinte días. Engranó la tercera con el empeine y la moto alcanzó las 70 millas por hora con facilidad al invadir el carril exlusivo del trolebús. Cuando paso de las 80, lo que momentos antes notó se convirtió en una certeza pesada. La ciudad había empezado a enlentecer, ralentizada y espesa, como paciente de un conjuro secular o víctima de una glaciación sin frío, como si el engranaje del universo hubiese acabado de perder sin remedio, la última gota del lubricante inmemorial. Al llegar a los 90, ya en cuarta, los semáforos habían quedado mudos, señalando hasta su extinción el último color que les permitiera el destino: una esquina verde, otra amarilla, la siguiente roja. Los autos dejaban flotar la última exhalación de monóxido e iban quedando inmóviles, lo mismo que todo ser vivo, semivivo e inerte. Siete estudiantes, chicos y chicas, mostraban sus sonrisas de macabro polaroid al medio de la calzada frente al instituto de francés. Un vendedor de recargas celulares, cojo y sin afeitar, saltaba para siempre entre dos autos, desafiando la gravedad, con la cadera ladeada y sostenido en la punta de un viejo zapato blanco y roto . Un perro -o quizás ya su espectro- flotaba en la reja de un garage, sorprendido por la quietud en mitad del ladrido con que amenazó por última vez a la mucama vestida con delantal de cuadritos celestes y blancos que como todos los días, esperaba que bajara del bus escolar el niño de alguna casa vecina. De la manija del bus colgaba un adolescente con el cabello largo y miel volando a perpetuidad hacia adelante, paralelo a la mochila verde agua y amarilla, que ya nunca terminaría de bajar del expreso.

Varios dias deambuló el viejo por las calles repletas de maniquíes de piel y hueso, autos y moscas suspendidas. Comió, bebió, tomo, probó y tocó cuanto quiso hasta que ya no le quedó ilusión de tocar, tomar o beber nada más. Pateó y violentó todas las puertas que hasta poco antes le habían sido esquivas. El sol, pausado también por la hecatombe, no se puso más, ni el viento, aquel cadáver invisible, volvió a levantar un solo grano de polvo más.

Al pasar por el boulevard florido que bordeaba el cementerio municipal, su mente se turbó, invadida por la clarinada de una comprensión brutal. Leyó, como quien busca huír del hastío y la desesperanza, el párrafo resaltado de un folletín que alguien había descuidado y que reposaba cercano al borde de una fuente, sin terminar de caer: "La muerte es un traje a medida. A imagen de cada vida, a semejanza de cada quién" No quiso saber de quien era la cita. Habían pasado ya días y no sabía si era viernes en la mañana o domingo al salir la tarde. El olor a cadaverina le abofeteó y vio que los colores empezaban a desvanecer en las caras desvahídas y en los tabloides vespertinos que hace solo dias se empezaban a vender frescos y olorosos a tinta y hoy amarillaban resecos. El viejo comprendió, en las estribaciones de su vida levantada sobre la sombra fatal de la soledad, que su muerte tenía que ser esto, porque su vida había sido aquello: atestiguar la muerte de todo lo conocido y ser condenado a sobrevivir a todo y a todos, hasta que ya no quedara nada en pie, hasta que los edificios comenzaran a colapsar solos, y los balcones poblaran los techos de los autos y las banquetas, hasta que los cadáveres de quienes amó se fueran desvaneciendo en polvo y amasijos de motas de algodón y epitelios y los hierros de los coches se llenaran de herrumbre y orín. Un día, todo sería ruina, todo el mundo conocido se volvería pasto de la nada, menos él, a quien nadie podría ya redimir ni aliviar del fardo de su sentencia alucinada.


Entonces, el viejo apartó del pequeño remanso de sombra una bicicleta de niña y se dejó caer sentado, casi sin aliento en el filo de la acera, la cabeza entre los dedos, y por primera vez desde que enviudara diecisiete años antes, lloró hasta que la última lágrima y la última tibieza terminaron de desvanecerse entre sus mejillas y sus dedos ajados e inermes.

martes, 5 de mayo de 2009

DIOS DEL OLVIDO

La ciudad es otra, pero familiar. Alguien dentro mío reconoce las calles a medida que entro, extranjero en ellas. Hace ya casi 18 años que la recorrí, pero entonces estaba en llamas. Hoy hace frío, aunque el sol que me quema no lo sabe. Ella es un recuerdo lejano, pero el escenario es el mismo y la mente hace cortocircuitos por la escena casi igual pero con un drama diferente. Podría decir, como el poeta, los versos más tristes, pero no tendría sentido. Al atardecer, la tristeza ya no querrá quedarse, como antes quiso quedarse el amor en esta ciudad de Colombia. Otros seres ha traido el tiempo desde alguna parte, para habitarme el presente y el olvido sigue siendo el olvido, tan traidor, tan hijo de puta. Tu pelo al viento y tu cintura cimbreante ya no van a volver, hace tantos años ya. Yo tampoco voy a volver porque ya he vuelto de aquella noche del tiempo que ya no duele, porque el duelo ha sido vasto y extrañamente largo. El chico que fui ha muerto y me he parido yo mismo, chico de nuevo, pero otro. Los niños gritan y disputan mi atención con una chaqueta de tweed exhibida en una vidriera. ¡Tanto has cambiado este lugar y tan poco, dios menor, dios del olvido!