El viejo aceleró la moto y el bramido despertó las flores de tilo que dormían en la en la acera. Una vibración parecida al placer le recorrió desde la entrepierna hasta el ombligo tatuado con un mandala. Llegó a la esquina de su casa, de la que hasta ahora fuera su casa, sabiendo que sería la última vez que cruzaría la avenida. Sin remordimiento giró el manillar a la izquierda y enfiló entre los autos casi quietos por la congestión de la hora pico. El sol de la una y media le abrasó los pómulos, manchados por los años y el sol de la carretera. Nadie dijo adiós, en casa no había nadie más que él desde hacía meses. El último contacto con los otros, había sido un mensaje del operador celular informando de una promoción de cerveza -la segunda es gratis- en un bar temático de deportes, pero de eso hacían ya veinte días. Engranó la tercera con el empeine y la moto alcanzó las 70 millas por hora con facilidad al invadir el carril exlusivo del trolebús. Cuando paso de las 80, lo que momentos antes notó se convirtió en una certeza pesada. La ciudad había empezado a enlentecer, ralentizada y espesa, como paciente de un conjuro secular o víctima de una glaciación sin frío, como si el engranaje del universo hubiese acabado de perder sin remedio, la última gota del lubricante inmemorial. Al llegar a los 90, ya en cuarta, los semáforos habían quedado mudos, señalando hasta su extinción el último color que les permitiera el destino: una esquina verde, otra amarilla, la siguiente roja. Los autos dejaban flotar la última exhalación de monóxido e iban quedando inmóviles, lo mismo que todo ser vivo, semivivo e inerte. Siete estudiantes, chicos y chicas, mostraban sus sonrisas de macabro polaroid al medio de la calzada frente al instituto de francés. Un vendedor de recargas celulares, cojo y sin afeitar, saltaba para siempre entre dos autos, desafiando la gravedad, con la cadera ladeada y sostenido en la punta de un viejo zapato blanco y roto . Un perro -o quizás ya su espectro- flotaba en la reja de un garage, sorprendido por la quietud en mitad del ladrido con que amenazó por última vez a la mucama vestida con delantal de cuadritos celestes y blancos que como todos los días, esperaba que bajara del bus escolar el niño de alguna casa vecina. De la manija del bus colgaba un adolescente con el cabello largo y miel volando a perpetuidad hacia adelante, paralelo a la mochila verde agua y amarilla, que ya nunca terminaría de bajar del expreso.
Varios dias deambuló el viejo por las calles repletas de maniquíes de piel y hueso, autos y moscas suspendidas. Comió, bebió, tomo, probó y tocó cuanto quiso hasta que ya no le quedó ilusión de tocar, tomar o beber nada más. Pateó y violentó todas las puertas que hasta poco antes le habían sido esquivas. El sol, pausado también por la hecatombe, no se puso más, ni el viento, aquel cadáver invisible, volvió a levantar un solo grano de polvo más.
Al pasar por el boulevard florido que bordeaba el cementerio municipal, su mente se turbó, invadida por la clarinada de una comprensión brutal. Leyó, como quien busca huír del hastío y la desesperanza, el párrafo resaltado de un folletín que alguien había descuidado y que reposaba cercano al borde de una fuente, sin terminar de caer: "La muerte es un traje a medida. A imagen de cada vida, a semejanza de cada quién" No quiso saber de quien era la cita. Habían pasado ya días y no sabía si era viernes en la mañana o domingo al salir la tarde. El olor a cadaverina le abofeteó y vio que los colores empezaban a desvanecer en las caras desvahídas y en los tabloides vespertinos que hace solo dias se empezaban a vender frescos y olorosos a tinta y hoy amarillaban resecos. El viejo comprendió, en las estribaciones de su vida levantada sobre la sombra fatal de la soledad, que su muerte tenía que ser esto, porque su vida había sido aquello: atestiguar la muerte de todo lo conocido y ser condenado a sobrevivir a todo y a todos, hasta que ya no quedara nada en pie, hasta que los edificios comenzaran a colapsar solos, y los balcones poblaran los techos de los autos y las banquetas, hasta que los cadáveres de quienes amó se fueran desvaneciendo en polvo y amasijos de motas de algodón y epitelios y los hierros de los coches se llenaran de herrumbre y orín. Un día, todo sería ruina, todo el mundo conocido se volvería pasto de la nada, menos él, a quien nadie podría ya redimir ni aliviar del fardo de su sentencia alucinada.
Varios dias deambuló el viejo por las calles repletas de maniquíes de piel y hueso, autos y moscas suspendidas. Comió, bebió, tomo, probó y tocó cuanto quiso hasta que ya no le quedó ilusión de tocar, tomar o beber nada más. Pateó y violentó todas las puertas que hasta poco antes le habían sido esquivas. El sol, pausado también por la hecatombe, no se puso más, ni el viento, aquel cadáver invisible, volvió a levantar un solo grano de polvo más.
Al pasar por el boulevard florido que bordeaba el cementerio municipal, su mente se turbó, invadida por la clarinada de una comprensión brutal. Leyó, como quien busca huír del hastío y la desesperanza, el párrafo resaltado de un folletín que alguien había descuidado y que reposaba cercano al borde de una fuente, sin terminar de caer: "La muerte es un traje a medida. A imagen de cada vida, a semejanza de cada quién" No quiso saber de quien era la cita. Habían pasado ya días y no sabía si era viernes en la mañana o domingo al salir la tarde. El olor a cadaverina le abofeteó y vio que los colores empezaban a desvanecer en las caras desvahídas y en los tabloides vespertinos que hace solo dias se empezaban a vender frescos y olorosos a tinta y hoy amarillaban resecos. El viejo comprendió, en las estribaciones de su vida levantada sobre la sombra fatal de la soledad, que su muerte tenía que ser esto, porque su vida había sido aquello: atestiguar la muerte de todo lo conocido y ser condenado a sobrevivir a todo y a todos, hasta que ya no quedara nada en pie, hasta que los edificios comenzaran a colapsar solos, y los balcones poblaran los techos de los autos y las banquetas, hasta que los cadáveres de quienes amó se fueran desvaneciendo en polvo y amasijos de motas de algodón y epitelios y los hierros de los coches se llenaran de herrumbre y orín. Un día, todo sería ruina, todo el mundo conocido se volvería pasto de la nada, menos él, a quien nadie podría ya redimir ni aliviar del fardo de su sentencia alucinada.
Entonces, el viejo apartó del pequeño remanso de sombra una bicicleta de niña y se dejó caer sentado, casi sin aliento en el filo de la acera, la cabeza entre los dedos, y por primera vez desde que enviudara diecisiete años antes, lloró hasta que la última lágrima y la última tibieza terminaron de desvanecerse entre sus mejillas y sus dedos ajados e inermes.
7 comentarios:
wawwwwww!!! Conmovedor amigo!! Muy bueno, excelente. Felicitaciones!
Gracias Alma. Le hice varias modificaciones desde que lo leíste "en crudo". Me parece que ha mejorado desde el mediodía hasta ahorita. Ojalá lo vuelvas a leer. Saludos
Tremendo facelift que le has dado a tu blog. Está muy atractivo. Y sí, me gusta cómo cambió tu última historia, pero no atino identificar lo que me hace sentir exactamente todavía.
Q dice loco, muy bacan el post, vengo por parte del Jeronimo mi primo q me recomendo leerte, ya te linkeado salduos
muy bueno Manuel... Muy bueno. Me encantó.
Y entonces?? para cuándo el siguiente post??? ya han pasado algunos días...
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