sábado, 9 de julio de 2011

BALADA TRISTE PARA UN MUNDO QUE MATA CANTORES




Al otro lado, solías decir, no hay que temerle porque allá están Gandhi, la Madre Teresa, Miguel Ángel... También estámLennon, que cómo vos cayo bajo las balas de un demente, porque dementes son todos los que empuñan un arma y escupen plomo contra su prójimo, porque la violencia es una patología y no parte de la maravillosa naturaleza humana. Porque el mal proviene de quienes pulen con sus dedos las herramientas con que se pavimenta el infierno y se asesina a las personas. Sin embargo y a pesar de ellos, vamos a seguir dándole una y otra y otra y otra oportunidad a la paz, porque no queda más salida. Facundo, tenemos algo de vos, todos y en la parte en que te llevamos dentro nos duele tu ausencia y nos duele un mundo capaz de propinarte a vos que le cantaste al amor a la vida, a la libertad y al sentido, una ráfaga que más que de plomo es de odio y de cretinaje, hermanos gemelos que en cuarenta años liquidó a doscientos cincuenta mil guatemaltecos mediante un bestial terrorismo de estado que que en sus formas mutantes ahora se ensaña contra la mejor de las cigarras. ¿Será suficiente tu muerte para que el mundo despierte un día y sepa que lo que le duele es un tumor en el lado de centroamérica, con metástasis en Palestina, Afganistán, Libia, Colombia y trazas en el resto del mundo?

No era serio para este mundo nominarte a vos, que habías dado tu vida a los más pobres de la tierra en la India y que habías cantado para que el resto no seamos pobres de alma, un premio Nobel que alegres pusieron en las manos sangrientas y desvergonzadas de Ronald Reagan y de las manos no menos manchadas del timorato Obama. ¡Valiente mundo!. Que nos salve la belleza que enseñaste a disfrutar por días, en cada gota de vida que nos viene, que nos va. Que cuando llegue encuentre aún algo de pasto en nuestras almas para alimentar su cabeza azul coronada de un solo cuerno cargado de esperanza. El cielo es un lugar mucho más interesante para ir, desde esta mañana, Facundo Cabral.

Te lloro, pero como el Whitman que tanto amabas también te celebro y te canto, me canto y me celebro.

martes, 5 de julio de 2011

ALFA Y OMEGA EN WALDEN STREET




Te lo había dícho miles de veces. NI John ni Bobby eran tipos de confiar. No le habría confiado a Bobby ni una saco de víboras a pesar de su cara de boy scout y sus peroratas redentoras. Al fin y al cabo todos sabían que su padre estaba enrollado con la mafia y que él había levantado a punta de extorsión y sobornos la carrera de ambos, pero ese es otro tema. Yo estaba quebrado y tu muy ebria en el calor estival que apagábamos, tu con gin tonic, yo con bourbon en aquel bar al que ibas luego de filmar en el Sunset Blvd. Recuerdo el chasquido de tu manotazo sobre el mentón de Miller en aquel agosto del 60. Murmuraste algo que incluía la palabra “cabrón” en el sustantivo, mientras tus gorila embarcaba a Arthur en el Cadillac y lo mandaba a casa. Si hubiese sabido lo que vendría, no te habría extendido la fosforera encendida cuando sacaste el Virginia Slims y lo pusiste entre los labios. Te dije: Miss Monroe, qué placer!, se acuerda de mi? Y si, en medio de mi temblor de piernas dijiste: ¡Claro, eres el marchant que me ha vendido el Turner que tengo en la chimenea! ¡Es mi favorito! El resto fue cuesta debajo de ahí en más, porque no paramos de charlar y reir hasta despertar juntos al dia siguiente. Entrar por el costado oriente de Walden Drive tomado de tu cintura era demasiado pedir para un tahúr como yo que lo había perdido todo al Backgammon solo diez horas antes. Pero buena suerte en el amor, mala suerte en el juego. Junto al Spadena House, al pasar por unos setos en forma de arco un remezón del diafragma me sacudió y emití una especie de graznido avícola mientras tu te doblabas de risa y tu gorila nos seguía prudente en aquel auto enorme en que navegabas a diario.
En el paso de agua que sortea el puentecito de Horton St. me empujaste contra el barandal y nos exploramos largamente las bocas mientras te apretaba la cintura con las manos haciendo un círculo sobre tu vestido de satén blanco. Nunca besé a nadie tanto tiempo ni sentí que perdía el sentido del tiempo y del espacio. Abría los ojos y volvía a tierra para obligarme a creer que era cierto. Estabas allí, más alla del delirio del bourbon y yo no quería más que tu boca, sé que nadie lo entendería. Es decir, estaba loco por ti, como todo hombre sobre la faz de la tierra, pero tu boca era el territorio que yo quería conquistar, porque todo lo demás habría sido un triunfo pasajero y yo te quería para mi y para siempre. Hablamos y nos besamos, nos besamos y hablamos por quién sabe cuánto.
La verdad es que para entonces estaba bastante atropellado de emociones y de asombro y perdido para siempre. Fuimos a mi casa y nadie excepto tu gorila nos vio entrar. Encendí la radio y Dame Shirley Basey cantaba las primeras líneas de so in Love de Cole Porter:

- Strange dear, but true dear, When I'm close to you, dear, The stars fill the sky,

Te dije una cursilería que entonces me pareció brillante, aún me lo parece a veces… El amor limita con la muerte. Cómo diablos iba yo a saber de dónde me salió la frasecita que me tiene condenado de por vida, si existe esa posibilidad en la existencia que acarreo como un ropavejero sobre los hombros, desde hace tanto ya. El amor limita con la muerte. Ja. Si lo sabré yo. Fueron horas de besos antes de que volara por los aires tu vestido de satén y mi chaqueta de tweed. La tierra incógnita de tus labios era terreno seguro y había que expandirse hacia el sur. Siempre supe que estaría perdido al rozar tus labios. Lo que no intuí era que al tocar tu piel estaría condenado como lo estoy, a tantos años de tu partida. Besé tus pezones rosa, tu areola de niña y sabían a cóctel dulce con sal al borde de la copa, entre vapores enloquecedores de Chanel y carne. Te tuve, agradecido al Señor de los Cielos, hasta despertarme solo y saciado al día siguiente, con un taladro perforándome el cerebro, crudo y rosado como filete de salmón marinado con resaca.
Me levanté como un demente a buscar una huella, un signo que me mostrara que no había sido un sueño ni el delirio del bourbon. Sobre la mesilla del teléfono estaba abierta, despatarrada mi agenda. Habías escrito con delineador un escueto Will be back, montado sobre números y direcciones, con esa letra infantil que aderezaba la promesa con un toque de travesura. Tan Marylin como en el plató y en los carteles de las marquesinas, tan niña-mujer, tan niña.
Esperé como un demente, fumando kilómetros de cigarrillos y arrasando con todo el alcohol que California me puso enfrente. Volviste exactamente al día dieciocho, que era el límite que me había impuesto para tu espera. Desde el 17 en la mañana decidí estar limpio y sobrio para esperarte, porque mi intuición estaba alerta como nunca desde tu primer beso y ese hilo dorado de la eternidad me hacía saber siempre que vendrías o llamarías o enviarías un telegrama. Volviste. Pasamos todo el día en la cama, comiendo, viendo la TV y haciendo el amor de una manera extraña, mística que nunca conocí antes. Cuando estaba dentro de ti, dos serpientes de luz enredadas entre si, pugnaban por subir desde mi sexo hasta el centro del pecho y el éxtasis las disparaba hacia el centro de la frente ahogando mi cuerpo como si quisieran liberarme el alma del encierro terreno, Marylin, mi amada.
Decidimos llamar arcoíris al hilo que nos mantenía conectados en una misma matriz celestial, en n mismo plano de la eternidad. Sabía al otro lado de la línea el color de tu vestido, aunque llamaras desde el lobby del Waldorf Astoria, de costa a costa. Sabía, como se sabe caminar o rascarse la cabeza antes de dormir, detalles de tu vida anterior. Los nombres de tus amigos de adolescencia, el número de hijos de tu padrastro, la raza del perro que te regalaron a los once y cientos de cosas que al principio te estremecían, y luego tomabas como un juego de una magia que nos encendía a ambos en el pecho un atisbo del Misterio.
Conocí entre tus brazos la sustancia que sostiene pegadas a las estrellas en la bóveda ¿Cómo y para qué volver de ahí al mundo de la pequeña mezquindad de la gente ordinaria que apenas sabe atarse los cordones y tomar café y comprar baratijas a los mexicanos del downtown? Dejaste de ser la estrella desde aquel abrazo en el puente de Walden St. y empezaste a ser mía, aunque leyera en Time o en Life tu romance con Montand o tu divorcio de Miller y tus escarceos con Di Maggio que ya era tu ex desde tiempo atrás. No me importaba. Nadie sino tu y yo compartíamos a la serpiente de fuego que nos volaba la cabeza dos, tres, cuatro o cinco veces al día. Además, hicieras lo que hicieras, ya lo sabía. Así supe que te irías y mil rayos me partieron de dolor el alma cuando al final de la noche, luego de un estreno, viniste a quedarte conmigo y en el clímax supe que te perdería para siempre, que te irías para siempre. Un ángel de alas negras guardó la puerta del dormitorio toda la noche sólo dejándose ver por mi.
Dicen que fueron los barbitúricos, yo sé que fueron John y Bobby y su máquina infernal de dominio y muerte. El ángel era su ujier y su valet del otro lado y tú, ángel de alas blancas eras la chispa que podía acabar con todo lo que habían construido para si mismos. Pero más allá de ellos, estaba trazado, escrito en símbolos y colores, en el libro de la vida, en los cristales que guardan lo hecho y lo por hacer, tu encuentro conmigo, tu fuego, las serpientes y tu adiós sin despedida. La última noche, con un ángel por testigo bello como una promesa adolescente e implacable como una condena al paredón, te amé en todas las dimensiones posibles: cuerpo, espíritu, alma y conciencia del cosmos y vi al final de tu túnel carnal ese punto Omega donde confluyen el origen del Universo y su fin, los fractales de la Creación, la imagen multidimensional de todo lo existente. No vi a Dios, por supuesto. Vi el Mundo a través del ojo de Dios y supe que a cambio de tu cuerpo, muerto en pocas horas más, desnudo en ese 5 de agosto del 62, expuesto ante los que se creen tus semejantes, a cambio de él, Cordero de Dios que trae y quita los pecados del Mundo, se me iba a dar la condena de no poder morir para olvidarte. Como el argentino Borges que vio en una escalera el punto omega a la espera del amor de Beatriz Viterbo, así lloré yo por el Bulevar de Sunset y todos sus bares, tu partida y mi cárcel.
Aún resuenan en mis tímpanos, como cañonazos las palabras que Lee Strassberg dijo llorando ante la tierra removida de tu tumba: No puedo decirle adiós a Marilyn, nunca le gustaba decir adiós. Pero, adoptando su particular manera de cambiar las cosas para así poder enfrentarse a la realidad, diré 'hasta la vista'. Porque todos visitaremos algún día el país hacia donde ella ha partido. Lee también murió años atrás, lo sabes. Pero se equivocó. Todos, menos yo, visitarán algún día el país hacia donde has partido. Todos menos yo.
He sido bombero en Illinois, charlatán de malabares en Indiana y prestidigitador en Amberes. Pelé pavos en Antigua y Barbuda y quebré un banco en Bielorrusia. A cuarenta y nueve años de tu muerte, soy solo un yonqui (podría ser cualquier cosa) que toma ácidos con los hondureños de Hollywood Blvd. como sucedáneo y caricatura del punto Omega por el que vagaré sin ti hasta el fin de los tiempos, sabiendo que al otro lado del camino, en el revés del espejo de un dios cruel y menor, esperas por mi como yo por ti, conectado con mi hilo dorado al centro de tu vientre, Marylin, mi amor, mi vida.

15 de enero de 2011