domingo, 28 de junio de 2009

LA PENÚLTIMA PARADA

El olor acre, mezcla de sudor de un día de juegos y de frutas rancias de lonchera , llenaba el aire del autobús y no dejaba casi espacio para pensar en otra cosa que no fueran las ganas de largarse. Lo recuerdo muy bien. Era uno de esos buses trompudos, que tenía una jiba enorme en medio del corredor, con un motor ruidoso gruñendo con esfuerzo, debajo de su caparazón de lata y corosil. Arriba del espejo retrovisor, una tapa larga de tol lucía un hermoso emblema del fabricante de la carrocería. Decía "Wayne", en medio de una especie de corona principesca. Todos los niños hacíamos de aquel cacharro antediluviano la extensión del último recreo y del patio de la escuela. Los que ocupaban el asiento delante de mi competían por ver quien ejecutaba con mayor perfección su propia interpretación del hit del momento, que se llamaba "Pop Corn". La gracia consistía en hacerlo abriendo la boca en redondo, como pez, y sacando notas del golpeteo de los dedos en las mejillas. En la radio sonaba "The night Chicago died"y yo pensaba que aquella banda debía ser la mejor del planeta tierra y mundos aledaños.
Yo solía ir sentado solo, hacia la mitad del autobús, al lado derecho. Me gustaba ver cómo se divertían los chicos mayores y me aún más me gustaba ver la calle a través de la ventana corrediza vertical con que limitaba mi asiento del bus y dejar a mi mente escapar por ella a la primera oportunidad en que todos vieran para otro lado. Empezaba por flotar en el asiento, y así, levitando, abría la ventana y salía flotando en el lapso del desembarco de algún niño del bus. Luego estiraba los brazos hacia adelante y empezaba a volar a unos cuarenta centímetros del suelo. Siempre me figuraba mis aventuras imaginarias como titulares de la prensa: "Nuevo superhéroe salva la ciudad", "Niño volador sorprende a la capital al mediodia de ayer". Volaba bajito, bajito. Cuando llegaba a ese punto me invadía una placidez dulcísima y me dejaba resbalar un poco, entre la maleta de cuero y la pared metálica de la carrocería, hasta que delante de mis ojos solo estaba el respaldo del asiento delantero y no veía a nadie y nadie me veía a mi. Así podía volar impunemente hasta llegar a la casa, admirado por las niñas más bonitas del colegio y por todos mis amigos que por aquel entonces no pasaban de tres.
Al día siguiente, iba a la parada de bus de mano de la Carmelita, que era la empleada que me cuidaba, y le iba contando todas las hazañas que había realizado el día anterior, seguro de que en su inmensa ternura de señora gorda, cabía espacio para el anonimato de mi verdadera identidad. Mi confidente entonces abría unos ojos enormes y me decía - ¡¿Ah siiiiii?!- con una mezcla de estupor, complicidad y respeto, que me daba fuerzas para llegar a la escuela a enfrentarme con el archivillano engominado de mi profesor de cuarto grado, que se llamaba Fernando algo y que nunca tuvo el gusto de verme soltar una lágrima cuando me levantaba de las patillas "para que conozca el mundo" según le gustaba repetir. Yo era un superhéroe, la verdad sea dicha, muy noble. Nunca usé mis superpoderes para reventar al profesor Fernando algo, ni al Ríos, que una vez me ahorcó delante de mis amigos, aunque luego seguimos siendo amigos.
Era muy lindo volar bajito y salvar a las niñas, y recibir dulces de las abuelitas luego de salvar a la ciudad de un meteorito, detener a una banda de robaniños, o lanzar al espacio exterior al Coronel Chupina, que se llamaba asi de verdad y era un torturador siniestro que vivía a pocos pasos de mi casa y a quien en mis ocho largos años de vida, nunca le ví soltar una sonrisa y por eso le tenía terror. Fue por aquel tiempo en que , como todo superhéroe, descubrí que tenía una Némesis, una Kryptonita, un archivillano arcano al que no podía doblegar. Aparecía cuando bajaba del bus y recorría desde la esquina, donde estaba la cantina de Don Paco, hasta mi casa. Era un sentimiento extraño, que corría desde la parte baja de la panza y se instalaba en el centro del pecho. Entonces sabía que me quedaban segundos para llegar a casa, golpear el portón de lata y recibir la salvación en el abrazo de mi mamá. No sabía como se llamaba eso, pero estaba seguro que era de la misma naturaleza que los cristales verdes que tanto jodían a Supermán.
Nunca esperé más gratitud que una sonrisa o una palmada en el hombro, pues era un superhéroe a la antigua, es decir con valores. Mientras tanto, crecí un poco y en proporción, aprendí a volar más alto y a acometer tareas mayores: rescataba familias de autos accidentados y en llamas, desviaba misiles en países lejanos, y salvaba al hipopótamo del zoológico de morir atragantado con una pelota. Pero el tiempo, implacable, fue haciendo mella en mi, con su asedio de anticuerpo que me combatía con su sustancia letal. Entonces un día, cuando ya la niñez era algo que padecían otros y yo no, lo supe. Me senté en una vereda y supe, a mis quince, que aquello que me roía la vida se llamaba tristeza, y que cuando nadie venía al recate y trayendo un antídoto adecuado, se iba conviritiendo en algo más mortífero y mortal, que los grandes llamaban desolación.
Pero, como los superhéroes también maduran y se hacen más sabios y nunca dejan de ser buenos de raíz, aprendí a convivir con ellas, con la tristeza y la desolación. Venían a la salida de las fiestas, o cuando los amigos se habían ido, o cuando una niña esquiva me rompía el corazón o simplemente llegaban cuando les daba la gana de venir. Y como el superhéroe que solía ser, hasta la penúltima parada antes de casa , sé que mis enemigos están ahi, siempre al acecho, que estarán alli siempre y que no se irán. Que son los cables de los que quedo suspendido cuando he sido abatido por un villano vil. Que cuando ya no estén, ya no habrá nada de que quedar suspendido evitando el vacío, y será el fin. Pero aún entonces, cuando ya no quede ni la tristeza para sostenerme, me levantaré de mi asiento, levitaré un poco para abrir la ventana y entonces, ya sin nadie para atestiguarlo, volaré bajito, bajito por horas, hacia un sol rojizo de media tarde , con mi capa al viento y el recuerdo del cariño de papá, del abrazo de mamá y en la confianza de que Carmelita, mi fiel Carmelita, nunca, pero nunca jamás, revelará el secreto de mi verdadera identidad.

2 comentarios:

Nina de Quito dijo...

Manuco, escribe más cuentos como éste, muuuchos, muchos como éste! A ver si algún rato dejas que descubramos tu verdadera identidad, superhéroe ;)

juanmerlo dijo...

Iba volando bajito...Siempre pensé en esa idea si sabe!
Que dices Amigo, Hermano, Mentor!!
Te cuento que mi imaginación creativa entra en letargos prolongados pero no absolutos (la sensibilidad no es una elección), me siento inconstante, a veces avergonzado. Guardo recuerdos que me aproximan a antiguas necesidades, todo es extraño pero nada malo, estoy viviendo en una especie de álter ego.
Te cuento también que hace una semana estuve en Cuba; cambió mi panorama, tal como lo había calculado pero no de la manera que lo había imaginado.
Muchas cosas Manu, haber si me das el honor de charlar una botella de vino, sería justo y necesario me entiende!
Por lo pronto le cuento que tocamos el viernes en la Indoamérica,coordialmente invitado está. Primera vez que tocamos en Quito. Yo te llamo.

Gracias loco, leer lo que escribes me llena arto y me invita reencontrarme.
Narrativa ambiciosa pero muy pertinente, por lo que he podido leer creo que ya has forjando un estilo autético, muy propio. Felicitaciones

Un abrazo!