La plaza del pueblo huele a flores y a tequila. El trino de las golondrinas es estridente. Las campanas del templo suenan a rebato y estremecen hasta los cables del alumbrado. Los rasgos mayas florecen tras los huipiles y las sonrisas milenarias, languidecen en otras caritas pintadas y tristes. Decido visitar el portal republicano del edificio que dice "Municipalidad de Huehuetenango". Una marimba tocada por ocho músicos, más el bajo y la batería alegran el paso de dos borrachines diminutos que me escudriñan de arriba a abajo, sin medirse. La luz es tibia y me anima a atravesar la plaza repleta de vida. Al otro lado, Pepe, el maestro de la escuela, de pie en la tarima y con micrófono en mano, anima a la gente a dejar vituallas o quetzales en cash para conseguir setenta quintales de alimentos para los dos mil quinientos niños de Malacatancito, que se mueren de hambre en el cinturón de sequía de Guatemala. Dice Pepe, que lleva 16 horas sin descansar, que ese cinturón no es de sequía, sino de miseria. Y de vergüenza, pienso yo, mientras contengo la respiración para dejar un billete en su mano. La muerte, terca y seca, se resiste a mudarse a otra parte, enamorada como está desde hace tanto, del corazón del mundo Maya. Su chillido me duele en los tímpanos, pero la marimba ha conjurado su espanto, al menos por hoy, en mi alma, enamorada como está desde hace tanto, del corazón del mundo Maya.
Un mayordomo discreto
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Hace 11 años
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