El lunes, que había amanecido insípido y lleno de dudas, amenazaba con terminar dolorosamente hardcore, con tendencia a la baja y repleto de certezas afiladas. Beto, armado de minuciosidad, paciencia, sangre fría y software gratis había confirmado con abrumadora evidencia, el romance de su mejor amigo y su mejor amante a las 20:30. Los había confrontado a cada uno por separado -a ella a las 21:40, a él pasadas las 11 de la noche- y después de preguntas, repreguntas, y evidencia en formato digital, había arrancado las confesiones de ambos. El sabor amargo del paladar, el intenso tufo de los treinta y siete marlboros en línea y la sangre medio curtida de adrenalida y rabia (sírvase frío) hacían el cierre de su campaña de dos días de investigaciones que se consagraban en un viaje personal al infierno en solitario y sin oxígeno.
Sacó el viejo Toyota del garage, juntando su tos a los estertores tuberculosos del auto. Recorrió en vano, y midiendo cada paso, los bares en que algún amigo podría estar esperándolo sin saber, cerveza de por medio. Pero nadie sale los lunes, ni siquiera los martes o los miércoles, cuando estás la tristeza te ha dejado herido de muerte. Fue al cajero, retiró los últimos doscientos dólares de la quincena y puso proa al norte, rumbo a Pigalle Nights, con el ánimo de quien espera colonizar El Dorado. Entró directamente al baño, se humedeció el pelo y lo echó hacia atrás. Metió la camisa dentro del pantalón y acomodó su paquete para hacerlo lucir más voluminoso, gesto inútil en la barra de un bar de reputación como el Pigalle, donde resultaba más estimulante el tamaño de la cartera. Encendió otro cigarrillo y la bocanada profunda repletó los alveolos de nicotina, neón y algunas lentejuelas rojas del escote de la rubia que dijo llamarse Claudia. Se apoyó en la barra y canjeó el ticket por dos Absolut con jugo de naranja que sabían a pólvora amarga con matarratas. Ella dijo que era de Pereira y el le dijo que era escritor. Mintieron por media hora más, entre caricias y palabras que sonaban a coro de querubines punk. Ella simulando credulidad y amor, el ofreciéndole el papel estelar en la siguiente novela y una vida de devoción, si la musa aceptaba escapar a México a la mañana siguiente con él. La habitación a la que subieron era más bien lujosa y decorada con cierto gusto a revista del corazón. Entre ropas que caían y un deslave de manos y labios desbocados, Beto preguntó:
-¿Cuál es tu nombre verdadero Claudia?
- Sister Morfina, mi amor, pero no le digas a nadie
Amó a Claudia en cuerpo y alma durante la primera hora, luego le hizo el amor la segunda y se la folló a secas la tercera, mientras el cuenta kilómetros se aproximaba a los ciento sesenta dólares. Meditó, con el último cigarrillo, que quizá esa seguidilla era el orden evolutivo del amor en el mundo de los vivos, y que si dividía en cuatro los años de matrimonio con Stephanie, la secuencia era matemáticamente la misma, aunque la consecuencia fuera desigual.
Pensó, sonriendo de lado, que acababa de vivir los doscientos mejores dólares de su vida, sin contar las pildoritas de speed - cortesía de la casa- que Sister le había puesto bajo la lengua y que le habían revelado como en una epifanía, que la felicidad era solo cuestión del químico adecuado, en el momento preciso, bajo condiciones estándar de temperatura y humedad, oh Claudia.
Al salir, se alborotó el cabello, cerró el zipper de la chaqueta hasta el cuello, hizo toser al Toyota, y se dijo:
- buen título para un cuento: Una noche con Sister Morfina.