domingo, 4 de octubre de 2009

EDIFICIOS NEGROS

El cortejo de damas de compañía bajaba al salón principal bajo un pesado manto de silencio y desolación, igual al que se le había impuesto a toda la población, aquella tarde soleada del 9 de septiembre de 1541, en que fue nombrada gobernadora de Guatemala la Sinventura Doña Beatriz de Alvarado. Pedro, su esposo, conquistador de las tierras de Guatemala y su gobernador hasta días antes, había perdido su buena estrella y la muerte, que tantos indios había liquidado encaramada a la grupa de su caballo se le había puesto enfrente en la batalla de Nochiztlán, para convertir en viuda a Doña Beatriz.
-Id y pintad del más negro aceite todo palacio y no dejéis en la ciudad vestigio de granates ni azures, que lo que Doña Beatriz llore, hasta las ventanas lo lloren en su auxilio.
Desolada, había mandado a pintar de negro el edificio, los aposentos, y las principales casas de Santiago de los Caballeros de Guatemala, para imponer a todos la espesura lúgubre de la tristeza en que agonizaba su viudez. Varios días, las lluvias desparramaron como lagrimones, los restos de pintura por entre los cantos rodados de las calles, y se metieron por las cerraduras en las casas de los nobles y en su vista, rodeada de negritud y noche. Las casas de los indios siguieron como si tal, llenas de noche como estaban desde el asombro del primer arcabuz y el primer caballo vistos, rojo el corazón por la muerte del tirano.
Cuarenta días dicen que duró el Jesús que Alvarado había traído, sin comer, en el desierto, luchando contra el demonio. Cuarenta nomás, pensaban los indios, acémilas de dos patas del barbado, milagrosamente sobrevividos del hambre, muchas veces cuarenta días con sus noches y sus latigazos por raciones de a cientos. La mancha negra, lo cierto, es que se tomó las raíces en las milpas y todo el maíz se volvió negro, el cristo pálido de Catedral, negro se volvió y la corriente bajada del Volcán de Agua, no solo que se hizo negra, sino que además empezó a volverse cuesta arriba, sin saber que aquello era contra natura y cuestión de diablos.
Cuarenta horas nomás duró Doña Beatriz en el trono, pero no las sintió volar, de tanta lágrima que había agotado hasta el aliento de las campanas. Triste, cegada por la pena y la traición de la muerte enamorada, antes aliada y ahora amante en la ceniza postrera del cruel Don Pedro. Dicen algunos que el volcán, saturadas sus vísceras de negritud, no pudo contener más oscuridad y devolvió a la tierra magma y fuego amarillo y rojo, de la mixtura de su entraña, para quitarle el luto a los demonios de a caballo y devolverle el color a los hombres de maíz.
Así la encontré yo, a Ciudad Vieja, sepultada más de cuatro metros bajo el lahar ya olvidado. pero repletas las paredes y las plazas de colores y brillos. Solo Doña Beatriz, de negro profundo hasta sus tuétanos, enterrada viva en su aposento de linaza y negro de humo, aun llorando lagrimones negros por el amor sin regreso, indiferente ante el llamado viejo de la muerte. Los hombres de maíz, tomando atole dulce y bailando con sombreros con mujeres de maíz y atole y granate y azures, también bajo el ala del sombrero. Y el corazón, que no entiende lo que de historia entiende la cabeza, con ganas de bailar por el fuego, y por el oro y grana que con que el volcán devolvió los colores a esta tarde de octubre, y el mismo corazón ahora sombrío y con ganas de pintarlo todo de negro, no por el maldito Don Pedro, -el demonio lo tenga esclavo-, sino por Doña Beatriz, a quien en el valle de Almolonga, yo, venido de tan lejos, soy el único que la oye llorar el amor que no regresa.

2 comentarios:

adriana dijo...

ziudadano: kien como tú y solamente tú para escuchar el llanto del alma.

Manuel Jiménez Carrera dijo...

recién veo tu comentario, Adriana. Muy lindo. Abrazo enorme como siempre,